Me asaltan las dudas de nuevo y el miedo a haber tomado la decisión equivocada. En mi cabeza se dibujan historias de cómo podría haber sido mi vida de haber continuado allí, tragando. Sé que el ambiente era tóxico, que esa habitación era una cárcel que me iba drenando poco a poco el alma. Que después de todos aquellos meses dándoles mi vida solo había conseguido que me ofrecieran las migajas, los restos. Que me aferraba con uñas y dientes a esa parte de mi identidad, a ésa que una vez creí que era. A esos sueños, esos objetivos que una vez dieron sentido a todo.
La situación empezaba a arañarme hasta el espíritu y yo ahí, obstinada con no querer dejarlo escapar, con no abandonar, con no fracasar. Pero ¿cuándo es el momento de abrir las manos y soltar? ¿Cuándo la persistencia se convierte en castigo? ¿Cuándo es el momento en el que uno mismo se convierte en su propio agresor?
Hoy, dos semanas después de soltar antigua identidad, de vacío, mi mente juega a enredar los hilos. Hilos que se convierten en flagelos de amargura al entrelazarse para recrear los escenarios del "y si...".
Quiero mantenerme firme, serena. Sé que tomé la decisión correcta (o eso me repito a mi misma quizá para convencerme). Sé que dí un paso hacia el autocuidado y el amor propio, el autorespeto y la autovaloración. Tengo fe en que algo que aún no puedo concebir me aguarda pero tiemblo. Tiemblo por dentro al pensar que me pude equivocar.
La decisión es un salto al vacío. Nadie nos puede asegurar si aterrizaremos en un campo de amapolas o en uno de patatas. Lo que sí sabemos es que aterrizaremos, si nos lo permitimos, y que habrá tierra para sembrar semilla.
img:@andriyko-podilnyk via unsplash
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