Pienso en ti y me invade la ternura.
Una oleada cálida que parte de mi ombligo
creando un torbellino de movimiento
que baña las orillas de mi pecho.
Tacto aterciopelado, rayos de sol primaveral;
vayvén de tus brazos meciendo mi alma
y yo ovillada en tu pecho,
allí donde canta tu corazón.
No quiero dejarme llevar porque sé
que acabaré enamorándome.
Soy así, no tengo remedio. Una enamorada del amor,
una loca que se acerca hasta el borde del abismo
a observar la grandiosidad del paisaje,
sabeedora de que basta solo un falso movimiento
para precipitarme al vacío.
De nuevo el vacío.
Un vacío lleno de recuerdos, de dolor,
de ilusiones quebradas por el filo de una lengua.
La caída es desconcertante, el aterrizaje violento.
Te encuentras perdido en un bosque de por qués
del que apenas consigues escapar en los intermitentes periodos
en los que la punzada helada de la aguja del dolor
se clava en tu pecho, en tu mente y en tus entrañas.
Y ese bosque se hace desierto,
tierras áridas de muerte y destrucción.
Para entonces te das cuenta que en la caída
se rompieron tus alas
y lágrimas amargas supuran de la herida.
Estás perdido, desorientado, descuartizado
pero aún te quedan fuerzas para respirar
y haciendo gala de una fuerza sobrehumana te levantas
y empiezas a recoger los pedazos
de quien algún día fuiste
y a recomponer aquél puzzle que parecía no tener solución.
Coses de nuevo tus alas con aquél hilo de oro
que guardas bajo siete llaves
y la vida vuelve a llenarse poco a poco
de color.
Y el día menos pensado vuelves a estar de nuevo ahí,
al borde del precipicio.
Conoces los riegos,
has saboreado la derrota pero te arriesgas
de nuevo,
porque el amor merece la pena.
(escúchame recitar esta poesía en la pestaña de audio)
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